Bestiario
Nada tan afín a la literatura argentina como el género fantástico. Desde La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, hasta los cuentos que Borges publicó en la década del 40 en las páginas de Ficciones y El aleph, los libros argentinos se fueron llenando de cosas que no existen, que no pueden existir.
En esa colección de rarezas no abundaron, sin embargo, las criaturas fantásticas. Aunque Borges dedicó a esta fauna imposible un delicioso volumen (El libro de los seres imaginarios) allí incluyó un solo monstruo made in Argentina: la chancha con cadenas, superstición recogida por el gran Félix Coluccio en sus varios diccionarios de creencias y terrores. En el relato “Los donguis” (del libro El caos), J. R. Wilcock imagina unos seres transparentes que habitan los túneles del subterráneo y que se alimentan de carne humana (prefieren las ex novias). En La corrección de los corderos, Fernando Sorrentino retrata un terrible e imprevisto fenómeno. El cuento “El monstruo”, de Daniel Moyano, es uno de los pocos acercamientos de este autor a la fantasía: los rugidos de la bestia parecen venir menos de la furia que de la desesperación. En las páginas de la historieta El Eternauta, Oesterheld y Solano López atacaron Buenos Aires con monstruos de pesadilla: gurbos y cascarudos.
Daniel Diez agrega a este bestiario sus propias, terribles criaturas. “Punta Roja”, el impecable relato que da inicio al libro, se deja habitar, con soberana eficacia, por las misteriosas gábulas. El cuento tiene el tono de un informe científico, donde muchas cosas se dan por supuestas, para que funcione mejor la clave de la ficción: hacer natural lo extraordinario y extraordinario lo natural.
En “La entrega” conocemos a la ibina, de la que sólo sabemos que tiene garras temibles y alas tornasoladas, pero en la que no sería raro encontrar algún parentesco con criaturas de la mitología. Como en “Punta Roja”, no sabemos si asistimos a un accidente o a un sacrificio.
Podemos considerar a los visitantes de “Los perros nocturnos” como criaturas fantásticas: su número es impreciso y se dejan ver rara vez, hasta el punto de que su existencia es puesta en duda. Curiosamente, contagian menos temor que el deseo de correr en medio de noche.
A estos animales inquietos sumamos uno inmóvil: el faisán plateado, labrado en una moneda abandonada en un museo, melancólico miembro de una raza extinguida. El cuento se llama “La contraseña” y es una joya de gracia y encanto. Dos imágenes lo sostienen, una al principio y otra al final: la moneda rara y el papel secreto. Esas dos imágenes le aseguran un lugar en la memoria de todo lector.
En cuanto al resto de los relatos, están habitados por hombres. Como comprobará quien se asome a estas páginas, no son menos feroces que gábulas e ibinas.
Pablo De Santis
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